No todo son las Musas

Aunque tras numerosas reestructuraciones de personal, al final se llegó a la conclusión de que las Musas contaban un total de nueve integrantes. Inspiradoras de las artes, los artistas siempre hemos buscado su favor y sus consejos; el susurro de la obra maestra que hiciera pasar nuestros nombres a la posteridad. Quizá incluso ser elevados hasta la bóveda celeste junto a los dioses o aparecer como alguna constelación arriba, en el cielo, imitando a Heracles o a Ganímedes sirviendo unas copas a sus señores.

Durante mucho tiempo se relacionó el arte con un proceso casi mágico que nos alineaba con la divinidad inherente a la condición humana, hacía aflorar lo más excelso de nuestra esencia y elevaba un acto cotidiano como pintar, dar forma, recitar o escribir hasta límites casi celestiales. Los artistas éramos humanos con una extraña conexión con un mundo vetado para el común de los mortales capaces de regalar belleza al mundo casi sin -aparentemente- ningún esfuerzo.

Soy un férreo defensor de que cada uno de nosotros tiene un talento diferente y está bien así; todos nuestros «dones» son necesarios y contribuyen a que la humanidad avance. Pero también creo que está bien desmitificar esa aparente facilidad con la que cada uno parece hacer lo que se le da bien para darle aún más valor al resultado si cabe, un valor que realmente merece.

En ese sentido, ha contribuido enormemente la publicación de correspondencias y documentales de grandes nombres del arte y a entrevistas a nombres aún vivos. Gracias a ello hemos podido ver la relación de amor-odio-sufrimiento del artista hacia el arte en general y el suyo en particular, esa necesidad que le impulsa a crear y que a la vez, en ocasiones, lo martiriza. De ese mundo interior complicado y personal que tiene el que crea y en el que a veces acaba ahogándose.

Porque crear no deja de ser un esfuerzo y un trabajo, y es necesario sacrificar mucho tiempo en pos de ese empeño. Porque no basta con la visita de las musas para que nos susurren una buena idea: una vez concretada, vienen horas de lucha, de búsqueda, de hacer, destruir y rehacer; de cabreos y alegrías. 

Quién esté interesado, y centrándonos en la literatura, sabrá del bloqueo del escritor, del síndrome de la hoja en blanco, del sufrimiento que supone, en ocasiones, escribir; de los tormentos que muchos escritores han vivido, de la fina línea que separa su cordura de su locura.

Porque el arte no es sólo la manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros (RAE dixit), sino también, a mi humilde juicio, la capacidad de que todo ello parezca que ha sido hecho casi naturalmente, con facilidad.

Pero lo cierto es, muy señores míos, y con esto acabo esta disertación, que crear algo es placentero y enriquecedor, pero verdaderamente difícil. Y algo por lo que uno debe andar solo, sin ayuda, midiendo su propia fortaleza contra lo abstracto; luchando contra miedos primigenios y propios, sometiéndose a tours de force y llevándose al límite para irse perfeccionando poco a poco. Y sabiendo, con fatalidad, que un día moriremos y no habremos hallado la perfección que hemos buscado durante los años vividos.

Imagen de Giulio Romano, via Wikimedia Commons

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