Las Casas

¡Buenas a todos! Hoy quiero compartir con vosotros un relato que escribí cierto tiempo. ¡Espero que os guste!

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LAS CASAS


Había llegado al monte de Las Casas. Subí hasta la primera Casa, en donde había escrito que era la Casa de la Muerte. Era una morada de piedra envejecida cubierta de hiedra y de tejado de paja y tenía aspecto de milenaria. Me acerqué hasta la puerta de madera y la abrí; no ofreció resistencia alguna. Pude ver que se trataba de una vivienda de una sola estancia, iluminada pobremente por unas pocas velas y un hogar. Frente al fuego había dos sillones y, en uno de ellos, había una figura encapuchada sentada que, sin mediar palabra, mediante un simple gesto con la mano, me invitó a sentarme. Lo hice. Una vez sentado, me dijo, con una voz ronca y rota:

—¿Qué es lo que quieres?


Miré a Muerte. Un hombre encapuchado con la piel nívea y plagada de arrugas y una mirada penetrante, como si pudiera leerme el alma, perteneciente a unos ojos grises y de esclerótica rojiza, como si no hubieran dormido en demasiado tiempo.


—Quiero conocer el sentido de la vida.


—¿Y me preguntas a mí? Yo soy la Muerte.


—Por eso te pregunto. Pensé que, al encontrarte al final del camino de la existencia humana, conocerías el significado de la vida.


—No, no lo conozco. Yo sólo soy la Muerte. Yo siego almas, acabo vidas. Desconozco qué ocurre luego y, lo cierto, es que no me importa. Sigue tu camino y visita la siguiente casa, quizá sepan responderte.


Salí por la puerta trasera y continué mi ascensión por el monte de Las Casas. El camino me guiaba, efectivamente, hacia arriba, pero de pronto torció a la derecha y se dirigió hacia abajo, luego torció a la izquierda y perdió inclinación; más tarde desemboqué en un descampado, sin vegetación alguna, para dar con un bosque frondosísimo y casi impenetrable después en el que me costó averiguar cómo continuar. Tras muchos minutos caminando, llegué a la siguiente casa, que llevaba por nombre Casa del Azar.


La Casa del Azar era una casa de obra vista pero sin puerta, aunque sí tenía entrada. Entré dentro. La casa, también de una única estancia, estaba iluminada por una enorme araña alimentada de electricidad, pese a que no se podía observar el interruptor que la controlaba por ningún sitio. Las baldosas del suelo eran todas diferentes, formando una cacofonía visual que llegaba a marear, y cada pared tenía un color diferente, sin que combinaran en absoluto, como si hubieran sido pintadas en diferentes lugares y más tarde ensambladas para construir la vivienda. En el centro, un hombre con sombrero de copa, traje raído de terciopelo lila y bastón de marfil, de pie, lanzaba dos dados una y otra vez en una pequeña mesa recubierta con un tapete de algodón verde. Me habló con una voz jovial y un tanto aniñada.


—¿Qué se te ofrece, caminante?


—He venido aquí porque quiero conocer el sentido de la vida.


—¿Y a mí me preguntas? Yo soy el Azar.


—¿Y acaso no trabajas para el Destino? ¿Acaso no eres superior a los mortales? ¿No tienes acceso a los grandes misterios de los hombres?


Azar se encogió de hombros.


—Trabajo para Destino, sí. Y soy superior a vosotros los mortales, pero no sé si podría acceder a los grandes misterios que rigen a los hombres. Mi misión es proveer de incertidumbre vuestra existencia, y eso es lo que hago. Lo que ocurra más allá de mi trabajo no me importa porque no me incumbe.


—¿Y no te intriga?


—No me despierta la curiosidad la vida de alguien como vosotros de la misma forma que no os despierta la curiosidad la vida de un animal que consideráis inferior. Siento decepcionarte. Sigue tu camino y visita la siguiente casa, quizá allí sepan responderte.


Salí por el arco que daba a la parte de atrás de la vivienda y continué mi camino. Esta vez fue un sendero largo y empinado pero recto y sin sorpresas, tal y como cabía esperar, sabiendo como sabía que estaba ascendiendo por el monte de Las Casas. Al cabo de unos quince minutos llegué hasta una torre alta y firmemente construida, aparentemente sin ventanas, que recordaba a las torres donde encerraban a las princesas de los cuentos de hadas, donde se podía leer Casa del Destino. Me acerqué hasta la puerta de madera, de aspecto pesado y solemne, y vi que estaba cerrada. La golpeé con la aldaba y la puerta se abrió sola con un quejido largo y pesaroso de sus goznes. Ante mí se elevaba una larguísima escalera de caracol tenuemente iluminada por antorchas colocadas en las paredes a intervalos regulares. Subí durante lo que me parecieron horas, hasta que llegué a la cima: una habitación efectivamente sin ventanas donde sólo había un hombre escuálido encadenado a un atril, sobre el que se abría un libro enorme y muy grueso. Escribía en él con una gran pluma de ave impregnada en tinta. La capucha que llevaba me impidió ver su rostro, pero me habló con una voz profunda, que parecía surgida de fosas abismales.


—¿Qué te trae a mi casa, viajero?


—Quiero conocer el sentido de la vida.


—¿Y a mí me preguntas, caminante? Yo soy el Destino.


—¿Y quién más indicado que tú para contestar a mi pregunta? Tú debes conocerlo todo, pues tú lo planeas todo.


—Te equivocas, humano. Mi misión es crear el camino de todas y cada una de las vidas de los seres que habitan la Tierra, pero desconozco qué ocurre con cada una de las existencias que he guiado una vez he escrito el punto y final en ellas. Y, lo cierto, es que tampoco me interesa. Así que continúa con tu camino y llega a la siguiente casa, quizá allí halles tu respuesta.


—¿No sabes si la hallaré?


—Claro que lo sé, pero tú debes descubrirlo por ti mismo.


De esta guisa, salí por una puerta de la atalaya, que me llevó a caminar por un puente colgante, cruzando así un abismo y siguiendo con mi ascenso, cada vez más desanimado ante la falta de respuestas.


El siguiente retazo del camino de subida por el monte consistía en una ascensión a través de unas escaleras excavadas en la piedra, todas iguales entre ellas, sin el menor adorno y con unos escalones lo suficientemente altos como para que el avance fuera cómodo pero que impedían subir dos escalones de una vez.


Llegué a la siguiente casa, una especie de templo de estilo griego, en el que había escrito Casa de la Razón. Penetré en el santuario hasta llegar al altar, donde estaba sentada con gesto pensativo una mujer delgada, de facciones suaves y nada exuberantes, con una frondosa melena negra ondulada y pesada y adornada por una corona de laurel; vestía un peplo modesto de color blanco y, cuando me miró con sus ojos verdes de mirada templada, enmudecí. Pasados unos segundos, y en vistas de que yo nada decía, la mujer me preguntó:


—¿Qué te trae por mi casa, caminante?


—Quisiera encontrar el sentido de la vida, y me preguntaba si tú lo conocías. He recorrido ya las casas de Muerte, Azar y Destino, pero nada sabían al respecto.


La mujer me sonrió.


—Y me temo que yo tampoco soy la indicada para contestarte, viajero. Yo sólo soy la Razón.


—¿Y acaso a través de la razón no podemos conocer el sentido de nuestra existencia?


—A través de la razón podéis dar un sentido a vuestra vida. De hecho, siempre lo hacéis. De ahí las ansias de dejar un legado que sirva de algo a la humanidad; de ese modo os sentís útiles y creéis que vuestra existencia tiene, así, un significado que trasciende lo efímero inherente a vuestra naturaleza. Pero eso no significa que ése sea el sentido verdadero de la vida. Vosotros le dais uno a través de mí, pero no tiene por qué ser el real. No, no puedo responderte. Sigue tu camino; quizás en la siguiente casa consigas hallar una respuesta.


Me alejé del templo alicaído y, cuando reparé en ello, me hallaba en una agreste selva. El camino que la atravesaba se desdibujaba entre la maleza y, pese a que tal sendero en realidad era muy corto, mi travesía se prolongó casi una hora a causa de la dificultad que constituía seguirlo sin perderse.


Sea como fuere, llegué a la siguiente casa, donde podía leerse Casa de la Intuición. Se trataba de un monasterio de arquitectura románica, de ventanas estrechísimas y formas achaparradas. El cielo encima del monasterio estaba lleno de nubes negras que oscurecían los alrededores, pese a que minutos antes el sol lo bañaba todo.


Entré. El interior del monasterio estaba sumido en la penumbra y era imposible distinguir con claridad los contornos de las cosas, por lo que tuve que esperar un tiempo quieto hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad para poder avanzar. Fue entonces cuando percibí que al final de lo que creía el enorme pasillo en el que me hallaba había una luz hacia la que, cual insecto, me dirigí.


Llegué a una minúscula habitación iluminada tenuemente por dos velas a punto de consumirse. Sobre el lecho, sentada, había una mujer vestida de oscuro y tocada con un velo negro que le cubría la cabeza y me impedía ver con claridad sus rasgos. Su voz, no obstante, era dulce y tranquila cuando me habló.


—¿Qué te trae a mi casa, viajero?


—Me gustaría hallar el sentido de la vida y me preguntaba si tú podrías decírmelo.


—¿Yo? Me sería imposible hacerlo, yo sólo soy la Intuición.


—¿Y acaso por intuición no llegamos a conclusiones?


—No. La intuición es sólo una tímida guía que anima a los humanos a tomar decisiones incluso cuando no conocen el porqué de las cosas; nadie acude a la intuición si conoce la respuesta, y la intuición no las posee: sólo es un faro tenue que dota de algo de luz a un mundo envuelto en las tinieblas. Lo siento, caminante, pero deberás proseguir tu camino. Quizá en la siguiente casa encuentres la respuesta.


Abandoné el monasterio, resuelto a proseguir mi camino en busca de la respuesta que necesitaba. Al poco de avanzar volvió a aparecer el sol y llegué a un camino muerto al final del cual había un ascensor, que abrió las puertas solo en cuanto me acerqué. Únicamente había un botón, sin inscripción alguna, así que lo apreté y esperé. Al cabo de dos minutos el ascensor paró y abrió sus puertas, mostrándome la siguiente casa: una mansión enorme y blanca, tan blanca que casi parecía brillar con luz propia. En la entrada de la verja se leía la inscripción Casa de la Iluminación.


Atravesé la verja, abierta, y avancé por el camino asfaltado que me llevó, a través de un jardín de aire victoriano perfectamente cuidado, hasta una rotonda formada por una inmensa fuente el agua de la cual manaba de una estatua de Neptuno montado en un carruaje tirado por dos caballitos de mar enormes. Frente a la fuente, en la puerta de entrada a la vivienda, me esperaba un mayordomo que, únicamente con un movimiento de cabeza, me indicó que le siguiera.


La mansión era un laberinto de puertas y, seguro, sin la ayuda del criado hubiera sido incapaz de llegar a la habitación donde aguardaba aquélla a quien buscaba.


El mayordomo me condujo hasta una habitación enorme con un piano de cola blanco en el fondo de la estancia, sobre un alto en el piso. El suelo estaba recubierto por una enorme alfombra persa roja con motivos en blanco, negro y azul y en las paredes, empapeladas de blanco con cenefas florales negras, colgaban retratos pintados a mano de, parecía, los antiguos propietarios de la casa. En la pared izquierda un hogar se encargaba de calentar la estancia y rellenar el silencio sepulcral que reinaba con un monótono crepitar de la madera. Al lado del piano, aprovechando el alto del suelo como si fuera un taburete, se sentaba una mujer hermosísima, ataviada con un vestido beis y cenefas bordadas en plata, con un corsé que realzaba sus formas exquisitas y una falda algo aparatosa pero elegante. Su pelo negro estaba perfectamente recogido y adornado con perlas. Cuando me vio, me sonrió y me señaló una butaca, invitándome a que tomara asiento. Obedecí.


—¿Qué te trae a mi casa, viajero?


—Señora, llevo mucho camino recorrido buscando sólo una respuesta: ¿qué sentido tiene la vida?


La mujer me miró extrañada.


—¿Y a mí me lo preguntas? No lo sé. Yo soy sólo la Iluminación.


—¿Y quién va a saberlo si no usted? ¿Acaso no es verdad que únicamente mediante la iluminación llegaremos a la Verdad?


—Mediante mí podéis alcanzar muchas verdades, algunas trascendentales, amigo mío. Pero me temo que el sentido de la vida está más allá de lo que yo puedo ofrecer a los hombres. Y no sé si estáis preparados para saberlo. Si lo estuvierais, probablemente yo sabría guiaros hacia él.


El mayordomo entró con una bandeja en la que había una tetera, dos tazas y dos pedazos de pastel.


—Lo lamento, caminante, pero si quieres obtener una respuesta, deberás seguir avanzando y probar suerte en la siguiente casa. Al fin y al cabo, no quedan tantas por recorrer. Pero antes de proseguir, ¿por qué no me acompañas en el té y repones fuerzas, viajero?


Tras haber aceptado la invitación de mi interlocutora, habiendo comido me dispuse a continuar. Una vez fuera de la mansión, guiado por el mayordomo, seguí mi ascensión hasta llegar a unas escaleras mecánicas que, según atisbé en el horizonte, parecían perderse en las nubes. Suspirando, las tomé y me dirigí a mi siguiente destino.


Desconozco cuánto tiempo me tomó la ascensión, pero sí recuerdo que a medida que subía una luz cada vez más intensa lo bañó todo. Se hizo tan fuerte que tuve que taparme los ojos para no quedarme ciego el último trecho de la subida, debido a lo cual, al final de las escaleras mecánicas, tropecé y caí al suelo. Cuando me levanté, reparé en que no necesitaba volver a taparme los ojos, que al parecer se habían acostumbrado a la fuerte luminiscencia que reinaba en el lugar. Ante mí se levantaba una puerta de lo que parecía una inexistente verja de proporciones titánicas. A mi izquierda, un atril tapaba la mayor parte del cuerpo de un anciano, que se afanaba a escribir en un libro con una pluma de ave. A la derecha de la puerta se podía leer la inscripción Casa de la Divinidad.


Cuando el anciano me vio, abrió la puerta con un gesto de su mano y me invitó a pasar. Atravesé el umbral y seguí adelante, hasta llegar a un despacho donde estaba sentada una figura de aspecto humano que emitía tanta luz que era imposible ni siquiera adivinar su sexo, menos aún su fisonomía.


—¿Qué te trae a mi casa, viajero?


—Busco el sentido de la vida, mi señor.


—¿Y hasta aquí has llegado buscando esa respuesta? Tu viaje es loable, caminante, mas desconozco la solución a tu dilema. Yo sólo soy la Divinidad.


—¿Y acaso no es la divinidad la que ha creado a los hombres, la que ha elaborado un plan para todos nosotros, la que nos juzgará en el fin de los tiempos? ¿Quién sino la divinidad puede conocer la respuesta?


—Me sobrestimas, amigo. Todos los hombres lo hacéis. Sí, de mi voluntad nació la vida, por lo que soy fuente de toda existencia, pero sólo me encargué de sembrar la llama que os otorga vuestra condición. Desconozco lo que ocurre después, pese a que más de una vez me lo he planteado y me intriga saberlo. Pero no es fácil encontrar tu respuesta: es esquiva incluso para mí.


—¿Entonces no la hallaré jamás?


—Yo no he dicho eso, amigo. No sé si la hallarás, pero para saberlo deberás proseguir tu camino y visitar la última de las casas de este monte. Si allí no hallas la respuesta, entonces me temo que jamás mientras sigas en esta existencia caduca que vives podrás hallarla.


Así me alejé de la penúltima casa, con la esperanza, cada vez más marchita, de hallar mi respuesta en la última. En mi avance, me adentré en un paraíso plagado de vida: había árboles y plantas por doquier perfectamente cuidados, ordenados y soberbios; los animales habitaban en armonía unos con otros: pude observar leones jugando con ñus, vacas durmiendo junto a lobos, insectos visitando a arañas. Nadie devoraba a nadie y, sin embargo, ningún animal parecía estar desnutrido o en malas condiciones. Tampoco temían a los hombres: cuando me vieron, ignoraron mi presencia y siguieron con sus quehaceres. Maravillado ante tal espectáculo, seguí avanzando hasta llegar a una cueva cuya piedra había sido colonizada por la hiedra. Únicamente un pedazo de roca no había sucumbido a la vegetación, un trozo en el que podía leerse Casa de la Vida.


Entré. Se trataba de una cueva iluminada por una luz sobrenatural (pues no había grieta alguna en la estancia que dejara penetrarla) en cuyo centro había un altar de piedra. Encima de éste, a modo de ofrenda, había diversos tipos de frutas pero, mirara donde mirara, no pude ver a nadie dentro.


—¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Es ésta la casa de la Vida? Me gustaría conocer el sentido de la existencia humana; he hecho un largo viaje hasta llegar aquí en busca de esa respuesta. ¿Hola?


Durante cinco minutos estuve gritando, buscando a alguien; pero en la Casa de la Vida no había nadie.

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