Rebelión de Narciso

Pero el Señor le replicó: «¿Qué has hecho? ¡Escucha!
La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo.
Por eso maldito seas lejos del suelo que abrió sus fauces para recibir
la sangre de tu hermano derramada por ti.
Cuando lo cultives, no te dará más su fruto,
y andarás por la tierra errante y vagabundo».
Génesis  4, 10-12

            Y ahora mírate, míranos, en la imagen, oh, que ante nosotros se nos presenta: reflejo de nuestra carcasa exterior, de nuestro cuerpo manchado, de nuestras manos manchadas que tiemblan al saberse culpables de lo acontecido, de haber cometido tabú por no querer aceptar la realidad, una realidad que ya había sido profetizada, una realidad marcada por la vanidad y el egocentrismo, una egolatría que ambos abrazamos y enarbolamos como estandarte. Pero, ah no, el Hades no estaba hecho para nosotros; no pudimos aceptar ver nuestro cuerpo hinchado por los gases, por el agua, tiznándose por la putrefacción, deformándose en medio de aquel lago. Nada más podría provocar nuestra rebelión, nada más que un daño hacia nosotros mismos podría despertar nuestra ira; ni siquiera el llanto de Eco, que provocamos nosotros al rechazarla con aquellas malas maneras, desdeñándola tan despectivamente, fue capaz de conmover nuestra alma.

            Y cuando Thanatos vino a por nosotros, yo te insté a huir, a empujar a aquel niño y patearle repetidamente, a arrebatarle la tea que portaba para evitar el fin irremisible de nuestra vida y te animé a tragártela para evitar que pudiera apagarla. No paramos cuando escuchamos sus gritos de dolor, debíamos encontrar un buen escondite. Y lo hallamos, sí, lo hallamos: nos escondimos dentro de una flor que crecía cerca de nuestro cuerpo (¿qué mejor que esconderse cerca del lugar del crimen?) y permanecimos callados, sí, callados, para que Thanatos no nos encontrara; incluso controlamos nuestro temblor al escuchar el grito desgarrador de la Muerte cuando, tras interminables horas buscándonos, se dio por vencido e incluso cuando encontraron nuestro cadáver y llamaron a la flor que crecía cerca de nosotros narciso en nuestro honor.

            Y luego, al caer la noche, salimos y gritamos y pateamos el suelo, airados ante nuestra maldición. Poco nos importaba la muerte de Eco debida a nosotros, nuestra muerte era más importante. Y entonces, se me ocurrió que Moros nos debía una segunda oportunidad, lejos de maldiciones ajenas a nosotros, y te animé a cometer tabú. Ambos sabíamos que lo que íbamos a hacer, que lo que te dibujaba en la mente, estaba prohibido, que nuestras manos se mancharían, que no conocíamos cómo castigarían a esta transgresión, pero no queríamos ir al Inframundo, queríamos vivir, sentir de nuevo nuestro cuerpo, hincharse nuestro pecho al respirar, sentir nuestros bucles dorados, acariciar nuestra piel, nuestro pene, sentir otra vez el orgasmo en soledad o en compañía de otros hombres.

            Y entonces lo hicimos. Acariciamos la flor, le infundimos nuestra energía, nuestra esencia, y la moldeamos de nuevo: reorganizamos sus células, las obligamos a dividirse y crecer, a diferenciarse, a copiar nuestro cuerpo como lo recordábamos reflejado en el lago; convertimos aquellas células vegetales en células animales y entonces, cuando acabamos nuestra obra, aún sujeta a la planta como si fuera el cordón umbilical, nos metimos dentro de aquel cuerpo que habíamos creado y respiramos de nuevo y rompimos el cordón para romper toda relación que nos uniera a las plantas y nos acariciamos y comprobamos que seguíamos teniendo el mismo tacto, que seguíamos siendo perfectos. Pero entonces nos miramos de nuevo en el agua y fuimos conscientes de nuestro tabú, de nuestro acto corrupto, y temblamos de miedo, inquietos, porque escuchamos risas en el aire, y creímos que eran las Erinnias que venían por nosotros.

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